jueves, 22 de agosto de 2013

Sepultados bajo una montaña de papeles

Recomiendo desde aquí la excelente y conmovedora  carta de "Despedida de una científica que está haciendo las maletas", escrita por la Doctora Amaya Moro-Martín,  investigadora del CSIC de brillante trayectoria que se va a trabajar a la NASA, tras terminar su contrato de 5 años de Ramón y Cajal, recibir la evaluación positiva del programa llamado I3  y no cumplir el Estado con los diversos compromisos contractuales,  plasmados en el BOE,  que deberían haber supuesto la convocatoria de una plaza con el perfil adecuado.

En su carta, dirigida a Rajoy pero que debería leer toda nuestra clase política,  la doctora Moro-Martín, le devuelve metafóricamente a Rajoy todos los certificados, BOES y documentos que había ido acumulando para incorporarse con un puesto permanente al sistema público de I+D.    Entre las 720 páginas de certificados, se incluye su doctorado en US, debídamente homologado, en un proceso del que puedo dar fe que requiere traducciones juradas, apostillas consulares y otros conceptos decimonónicos  que da vergüenza narrar.

Por supuesto,  lo esencial de todas esta historia es que España pierde talento, traiciona a gente brillante que envía como  emisarios  a informar al mundo de que no apostamos por la ciencia. Además, empeoramos nuestra "balanza cerebral" con los  EEUU, que  realiza  un fichaje excelente.   Pero es el asunto, quizá menor,  de los papeles el que me ha recordado una historia que quiero contar aquí.   Corría el año 2007 o 2008 y me presenté a una prueba de habilitación nacional. En aquellas pruebas, ahora substituidas por un trámite no presencial,  los candidatos nos sometíamos a un examen tipo oposición, con varias fases, ante un tribunal de 7 miembros. El ganador salía de allí con el derecho a presentarse a una plaza, pero para tan magro premio  el proceso tenía las trazas de una oposición de las de toda la vida.

Recuerdo viajar muy de madrugada desde Alicante a Madrid para el acto de entrega de los documentos. Recuerdo que me sentía ridículo portando una caja de cartón que contenía 7 carpetas archivadoras con   copias de decenas de  certificados de asistencia,   títulos,  artículos. Además, la caja contenía  una memoria de un proyecto docente y otra de un proyecto investigador.  Todo por septuplicado, porque había 7 miembros en el tribunal.  El pen-drive y los pdf habían sido inventados, pero la ley es la ley.  Me parecía ridícula mi  caja, que podía transportar en brazos sin problemas, pero al llegar a la sala donde se producía la entrega de documentos, vi que otros aspirantes portaban maletas de las que no caben en la cabina de un avión.

En el aula en cuestión,  estaban sentados los 7 miembros del tribunal, todos profesores de Universidad que habían sido elegidos por sorteo para evaluarnos. Eramos unos 10 o 15 candidatos, y únicamente 2 podían ganar el derecho a  presentarse a una plaza de verdad.  En los ojos de los miembros del tribunal se podía leer su entusiasmo: durante dos o tres semanas se pasarían horas  escuchando  a los candidatos contar su trayectoria académica, proyecto docente, y proyecto investigador, y tendrían que interrogarles al respecto.  Además,  deberían leerse las memorias de los proyectos docente e investigador, a 100 páginas por candidato, cosa que hicieron mientras los candidatos les dábamos la charla, literalmente.  

Comenzó el acto de entrega de documentación y los aspirantes fuimos llamados por orden alfabético.  Cajas de cartón y maletas fueron abiertas, y carpetas y archivadores empezaron a acumularse en 7 montones, uno delante de cada miembro del tribunal.  Recuerdo perféctamente que, al cabo de un rato, la catedrática de Málaga estaba literalmente oculta tras una montaña de papeles y aquello me pareció una metáfora excelente de lo  ridículo de nuestro sistema burocrático.   Afortunadamente el asunto de la habilitación que acabo de describir, y que fue un intento fracasado de acabar con el enchufismo en la contratación de profesores de Universidad,   ha sido simplificado notablemente. Desgraciadamente, seguimos homologando títulos de Princeton con apostillas de la Haya, y si algún premio Nobel se despista y quiere una cátedra en España, tendrá que pasar por la correspondiente acreditación antes de poder presentarse a una plaza, eso el día que vuelva a haber plazas.

Le deseo desde aquí lo mejor a Amaya Moro-Martín y a tantos otros que le han dado una oportunidad al I+D Español y les hemos fallado.

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