Este artículo lo escribí pocos días antes del 50 aniversario de la mítica charla de Richard Feynman, "There is Plenty of Room at the bottom", el 29 de diciembre de 1959. No conseguí publicarlo cuando tocaba, pero me ha parecido oportuno sacarlo del cajón.
La historia de
la humanidad está marcada por grandes viajes y por los hombres que los hicieron
posibles. La edad moderna
comienza cuando Colón viaja a America y descubre para los europeos un nuevo
mundo. La expedición de Magallanes
logra navegar alrededor del mundo, proporcionando así una geovisión que, entre
otras cosas, pone de manifiesto la
necesidad de establecer una línea internacional de cambio de fecha.
Trescientos diez años más tarde
la expedición del Beagle pone a Darwin ante las evidencias que le llevan a proponer la teoría de la
Evolución, y que cambió radicalmente nuestra perspectiva sobre la vida en
general, y la especie humana en particular.
En el siglo
XX, una vez que casi toda la
superficie de la tierra había sido
ya explorada, comenzó la
investigación del espacio exterior y así el hombre dio sus primeros pasos sobre
la luna hace 40 años. Como ocurre
en otras empresas científicas, la carrera espacial hizo posibles toda clase de desarrollos tecnológicos con
aplicaciones prácticas en nuestro día a día. Una vez puesto el pie en la luna, nuestra mirada fue más
allá. En 1977 se lanzaron las
sondas Voyager para explorar el sistema solar y se espera que dentro de miles
de años lleguen a alguna estrella vecina.
Así, se podría pensar que la época de los grandes viajes ha
terminado, o al menos de los viajes que un hombre podría hacer durante su vida. Quizá algo así motivó a genial físico
americano Richard Feynman, justo hoy hace 50 años, a proponer un nuevo tipo de viaje, no hacia el
espacio exterior o para recorrer grandes distancias. El viaje
que Feynman imaginó tenía lugar en
dirección contraria. No se trataba de llegar muy lejos, a los confines de la
tierra o del sistema solar, para
explorar y aprender. En una conferencia titulada “Hay mucho sitio en el fondo” (there is plenty of room at the bottom) , impartida en el encuentro de la
Sociedad americana de Física el 29 de diciembre de 1959, Feynman se preguntó si
era posible almacenar toda la enciclopedia británica en la cabeza de un
alfiler. Feynman estimó que para
ello el tamaño de cada letra debería ser 25 mil veces menor que el de las
letras de este periódico. Así, los pequeños puntitos de los con los que están
escritas las letras deberían tener un diámetro de unos 32 átomos. Feynman argumentó que no había ninguna
ley física en contra de esta posibilidad e incluso discutió como leer un texto escrito en tan reducido
espacio, usando microscopía electrónica y especuló sobre como escribirlo.
Si fuese
posible almacenar la enciclopedia británica en la cabeza de un alfiler, entonces podríamos almacenar todos los
libros de la humanidad en unos pocos metros cuadrados, añadió Feynman. Y si además de ocupar un área reducido,
las “hojas” en las que se escribe la información son a su vez atómicamente
estrechas, sería posible almacenar
toda la literatura generada por la humanidad en una mota de polvo. Efectivamente, había mucho sitio en el fondo.
En su charla,
Feynman admitió que la idea no era
terriblemente original. Al fin y al cabo, la descomunal cantidad de información
de nuestro código genético está replicada en todas y cada una de las células de
nuestro cuerpo, usando un alfabeto de cuatro letras, cada una de las cuales es una molécula constituida
por unos 20 átomos. Para imitar
esta gesta de la naturaleza sería necesario abordar “el problema de manipular y
controlar cosas a pequeña escala”, en palabras de Feynman. Sin usar esa palabra, Feynman estaba
hablando de la nanoescala y, 50 años más tarde, su charla se considera como el
acto fundacional de la nanociencia.
Paradójicamente,
aunque la conferencia de Feynman pasó relativamente desapercibida durante más
de dos décadas, la idea de
almacenar una gran cantidad de información en un área pequeña se convirtió, por
motivos prácticos, en la piedra angular de la emergente industria microelectrónica
en los 60. El mismo 1959 Jack
Kilby, de la empresa Texas Instruments, patentó el circuito integrado que, como su nombre indica, permitía
integrar en un único elemento semiconductor los diversos dispositivos que
componen los circuitos eléctricos. Si abrimos cualquiera de las decenas de aparatos
que tenemos en casa, desde nuestro microondas hasta nuestro ordenador, encontraremos
en su interior decenas de circuitos integrados o chips.
El tremendo impacto del invento de Kilby le valió, 41 años más tarde, el
premio Nobel de Física en 2000. Durante
esas cuatro décadas prodigiosas, los circuitos integrados pasaron de tener unos
pocos transistores, los elementos que permiten almacenar y procesar la
información digital, a centenares
de millones. Siguiendo fielmente el pronóstico que en 1965 hizo Gordon More, el
co-fundador de Intel, el reputado
coloso de la microelectrónica, el
número de transistores en un chip se ha venido duplicando cada dos años. Para lograrlo, la industria microelectrónica ha sido
capaz de ir reduciendo de manera progresiva el tamaño de los transistores desde
su tamaño en los 60, de unos
milímetros hasta su tamaño hoy en día, de unas decenas de millonésima de
milímetro, o lo que es lo mismo,
unas decenas de nanómetros. Este milagro tecnológico se ha basado fundamentalmente en un
único material, el silicio.
La
miniaturización de los componentes electrónicos ha venido acompañada de
una ventaja crucial, también anticipada por Feynman. La reducción del tamaño de los
componentes electrónicos conlleva el aumento en su velocidad de funcionamiento,
que ha venido duplicándose cada 18 meses. Así , hoy en día los ordenadores son
capaces de realizar una variedad de tareas imposibles para los humanos,
controlando transacciones financieras, la navegación de barcos, aviones, satélites
de comunicaciones, calculando modelos atmosféricos que permiten predecir el
tiempo, y un larguísimo etcétera
que hace posible el estilo
de vida del mundo desarrollado. Entre la multitud de aplicaciones que serían imposibles sin
la ayuda de un ordenador, me detendré en una que habría gustado
particularmente a Feynman. En su conferencia de hace 50 años
Feynman especuló sobre la posibilidad de manipular los átomos de uno en
uno. En 1981 los físicos de IBM en
Zurich, Binnig y Rohrer,
desarrollaron el microscopio de efecto túnel, una herramienta capaz de detectar
y manipular los átomos de uno en uno, de la misma manera en que un invidente usa el bastón para deambular. Mientras que éste último usa su cerebro
para procesar la ingente cantidad de información recogida por su bastón y
redirigir su movimiento, la señal
eléctrica recogida por el microscopio túnel sólo puede ser útil si es procesada
y retroalimentada, para lo cual es imprescindible un ordenador. El microscopio de efecto túnel permite
a decenas de laboratorios en todo
el mundo, algunos de los pioneros en España, manipular los átomos de uno en uno y construir estructuras
con ellos, culminando así una de
las etapas viaje interior previsto por Feynman.
Hace 50
años Feynman se preguntó sobre las
inmensas posibilidades que se abrirían si fuese posible fabricar materiales
combinando a voluntad planos atómicos de diferentes composiciones. La respuesta llegó en los 80 gracias a
la tecnología de crecimiento epitaxial por capas. Una vez más, Feynman estaba en lo cierto: nuevos fenómenos físicos, como la magnetoresistencia
gigante, fueron descubiertos en
esas estructuras artificiales, en 1989 por los grupos de Fert y Grundberg,
galardonados con el premio Nobel de Física en 2007. Su descubrimiento permitió una revolución en el campo de los
sensores magnéticos como el que llevan la mayoría de los discos duros que
tenemos en el ordenador.
Transcurridos
50 años, es difícil no conmoverse
con la formidable visión de Feynman y con el desarrollo tecnológico asociado a
la miniaturización, no necesariamente generado por su charla, y que ha cambiado radicalmente nuestras
vidas. ¿A dónde nos
llevará este viaje dentro de otros
50 años?. Cuando digo que trabajo como investigador a menudo me preguntan si
queda algo por inventar. El
prodigio electrónico que nos rodea
está basado casi exclusivamente en el Silicio, apenas un átomo entre 100. Usando carbono, la naturaleza se las ingenia para
producir máquinas que vuelan, se reproducen y se hacen preguntas sobre ellas
mismas. Todo eso es posible por la
nanoingeniería genética fruto de la evolución. Nos enfrentamos a grandes desafíos, pero las posibilidades
son aun mayores. Cuando me
preguntan si queda algo por inventar, no puedo dejar de pensar que “there is plenty of room at the bottom”.
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